Un turista que gasta por encima de la media, come en los mejores restaurantes y duerme en distinguidos hoteles boutique acondicionados en casonas antiguas. Se ha creado una escenificación de un falso lujo popular, dotándolo de exotismo, “venta de tamales gourmet o una cocina fusión tradicional”, más la llegada de restaurantes del mundo y de comida rápida que gradualmente comienzan a minar su identidad local al ser sitios más globales. Muchos creen que si es una ciudad Patrimonio, el visitante será tranquilo, respetuoso y educado, preocupado por la cultura, pero no así y no es la razón del viaje, en su mayoría no hay interés por su historia. Si es Patrimonio de la humanidad “hay que ir”.
La vitalidad que da la diversidad de usos, de habitantes y propietarios originarios se está perdiendo en vías de una homogeneización de guetos dorados. La presión inmobiliaria hace que el habitante prefiera salir porque se ha cambiado la dinámica cotidiana, siendo sustituidos por nuevos residentes “ricos” o propietarios globales que solo esperan obtener una rentabilidad y que complica la gestión del lugar al estar desvinculados de las problemáticas. Pero los bárbaros también reclaman lo suyo y toman la ciudad con la invasión del comercio informal y la aparición del grafiti que se convierten en un dolor de cabeza para la higiénica y ordenada visión de producto turístico que debe ofertarse.