Hubo una calle Honda, o que así se llamaba, sobre el que fue el cauce de un arroyo. Hubo una calle Real o de la Luz, o del Sol, que recibía desde la cadena montañosa en el horizonte los primeros rayos de luz al amanecer, sobre la parroquia que estaba en su remate. Hubo una cañada donde se apostaron los villistas cuando vinieron a terminar con la revolución, al pie del cerro de la soledad, una Línea de Fuego en que quedaron esparcidos sus cuerpos, muchos de ellos llenos de valiosas pertenencias entre sus ropas. Hubo una puerta que unía junto al puente sobre un antiguo río dos caminos a la entrada a la ciudad, un arco que funcionó como Garita. Hubo una barranca que durante la conquista fue defendida por un clan chichimeca que encabezaba una mujer, desde entonces esa barranca se le conoce como la de la India.
Así, pasa con el callejón del Ahorcado, la Sandía, el arroyo de las Liebres, las Hilamas, el Moral, el Coecillo, la Arcina, los Castillos, las Piletas, las Joyas, el Guaje, los Paraísos, el Bordo, la Cruz de Cantera, los Sapos, la Patiña, el Puerto del Aire, la Cañada de Negros, los Pozos del fraile, y tantos lugares con nombres asociados a relatos sobre su origen que van dando paso a nombres ajenos a su identidad, olvidamos que cuando desechamos sus nombres se entristecen.
Así como nosotros tenemos nuestros nombres que tienen un motivo y un significado, que nos dan identidad, además de otras claves que nos aluden, como el CURP, por ejemplo, o las claves que tenemos como consumidores o como fuentes. La parte de nosotros que es algo más que un poder adquisitivo o un segmento de mercado.