AMAR A LA CIUDAD, AMOR INGRATO
9 enero, 2024 / José Luis Galeano
Entre los habitantes originarios del Anáhuac existió la costumbre, aún practicada por unas cuantas personas, de enterar el ombligo de los recién nacidos, devolver parte del tejido vital a la tierra madre, semilla que contiene el código genético, y ocurría en una montaña cercana al poblado o bajo la tierra de la misma casa en que se nace. Simbólica vinculación, enlace ritual.
Conscientes de pertenecer a una colectividad, vivimos vinculados al paisaje, en una intensa dinámica geográfica y humana, barrios que dotamos de personalidad (o de alma), recuerdos y fantasías, regiones intimas y al mismo tiempo públicas, días y noches de polvo, olores tiempo y pasiones.
Depósito de bienes propios y compartidos, virtudes, esfuerzo, salud, daño, odio, suciedad, sed, amor, veneno, prejuicios, sueños, gustos, creencias, sabidurías, talento, ansiedad, generosidad, crueldad, compasión, con pasión, y con estas y otras pasiones en tensión que dan movimiento a la convivencia cotidiana de sus habitantes en el territorio. Seres individuales que suman la construcción de un monstruoso ser colectivo.
¿Cómo se ama a la ciudad? Una ciudad no tiene que ser grande, opulenta, hermosa ni bella para ser amada. La ciudad se transita y al mismo tiempo le permites que te conozca al recorrerla, sentirla, habitarla. O nos ata la raíz o nos ata la rama, que no volteamos a ver, y le adjudicamos artificios, el afecto surge cuando nos conocemos, no cuando nos gustamos.
El silencioso y secreto apego, o romance con la ciudad en la (o en las) que depositamos nuestra querencia nos compromete y nos pone a sus expensas, pienso en las ciudades que envenenan a sus habitantes, o en las que el crimen y la impunidad les controla por el miedo, pienso en las que se nutren de muerte, como las que cuentan con industrias ganaderas y de procesamiento de alimentos derivados de la carne, o practican espectáculos de sacrificios o tortura de animales (los gallos, la charrería, etc.), o la curtiduría que momifica pieles . Las hay que clasifican a sus habitantes y los agrupan en castas, otras propician vialidades en que circulan vehículos y descuidan la seguridad de peatones y ciclistas, quienes son víctimas del desdén. Geografías con la piel adolorida, regiones donde la tierra y dice los nombres de sus hijas e hijos asesinados jóvenes que son incrustados bajo su piel-suelo en tumbas clandestinas, ciudades en que desaparecen sus habitantes sin dejar huellas.
Ciudades amadas por sus hijos y habitantes recibidos, generosas, que nutren de orgullo a sus pobladores, que crecen con su trabajo e impulso, ejemplos para otros poblados, o vergüenzas para otros, que se comparan por su tamaño, su riqueza, su hermosura, por la felicidad y otros placeres que provocan a quienes las visita o las habita.
Insuficientemente conocidas, sembradas de construcciones que nacen viven y mueren para dejar paso a otras, surcadas por caminos reales, ríos, curvas de nivel, rastros de antiguas parcelas o de montículos dejados, encargados por habitantes ancestrales, itinerantes de antiguos poblados, retrasadas por vialidades. Ciudades en que germinan atracciones para satisfacer necesidades efímeras creadas como herramientas de persuasión, parques nuevos con propuestas estéticas que las enriquecen, parques viejos como cicatrices, en que mueren viejas percepciones de lo público, dinámicas de cambio de piel, de serpiente, o en ocasiones de metamorfosis, de crisálidas a mariposas, etapas todas efímeras, y en medio, a expensas tu y yo, a veces gozándola, a veces sufriéndola en este incomprensible amor a la ciudad en la que nos ha tocado vivir nuestras vidas, ciudades en las que nos convertiremos en polvo para recorrer, en el viento sus caminos el día que dejemos de ser recordados.